I.
Cuando tocamos piso del último viaje, ya no había nadie ahí. Estábamos solos en medio de la nada. Antes de eso, habíamos charlado por horas acerca de buten things. Una suerte de resumen de las experiencias compartidas entre dialectos perdidos, las clases de urbanidad y el constante lidiar con familias disfuncionales. Cosas así de simples.
Por más que quisimos creer, todo se perdió en un instante. Aquel maldito encuentro con lo desconocido nos ilumino, encontramos —gosh, entre tanto letrero de “Don’t smoke” y danza narcótica— cual era realmente nuestro sitio en el radiante porvenir que vimos anunciado por televisión. Lo sabíamos, pero ya no encontramos a nadie que atestiguara el gris estallido de nuestra conciencia. Esa madrugada, la tibieza estival nos sorprendió con un estertor de falso equilibrio y la sirena de una puta ambulancia fue el atisbo de evidente peligro, algo que nos mostraba de forma violenta aquel paisaje de ocasión.
Éramos, ¿cómo decirlo para no sonar trivial? ¿Distintos? ¿Too much similar? ¿Tan clueless, tan obsesivos? Eso no importa gran cosa viendo el estado de la situación: feelings amputados, bebiendo en exceso y con entrañas palpitantes; mencionando a Dios a cada rato, pasando el tiempo libre evocando lo que nunca ocurrió; bailando al borde de un estereotipado threesome; el stop de manos crucial y la ingenua promesa de “Nunca me sentí mejor”; en duda por una relación tan prometedora como tormentosa; con imágenes borrosas del pasado inmediato; con una imposible movie en la mente; en eterno duelo por esas llamadas cortas por teléfono.
Somos como dos, un círculo que hasta ahora se ha cerrado.
II.
Lo reduccionista es una forma de vida. Roto el último principio moral que permanecía intacto, ya no queda tiempo para explicaciones ni para devorar bagels de importación mientras se discute si los fracasos tienen algo de positivo. Nuestro rostro feliz quedo registrado como una foto irónica que escapa a un posible entendimiento. No podemos explicar el por qué de tanta fiesta después de la tragedia que vivimos. ¿Qué culpa tiene todas esas personas que involucramos sin necesidad? Desconocemos el camino a la salvación. Tampoco sabemos en donde hay que dar U-turn para volver al freeway del delirio, mucho menos si es posible hacerlo. Ni importa gran cosa.
Todo va hacia ningún lado: es un tiro largo a sinodal, resquicios de una nueva generación que no cumple con el proceso de recepción y que se forja el traspaso a voluntad. Hablar, hablar, hablar por no tener nada mejor que hacer. Ya paso el tiempo y la oportunidad de volver atrás; de sentarnos a platicar viendo los testimoniales de accidentes y muertes violentas; de resolver los problemas que se nos daban con tanta fecundidad; de fatigar las horas intentando encontrar respuestas evasivas a una pregunta cerrada. O estaríamos mejor, eso sería lo ideal, si pudiéramos gritar con arrojo amplificado un malestar difuso: ¿Cómo confesar las culpas si no se cree ni en la redención ni en la culpa? ¿Cómo retomar el timón de una vida so fucked up? Sabemos que ya quedamos muy lejos de cualquier tipo de arreglo o solución. Inminente breakup.
III.
No más ese triste apego a los sueños de vida modelo, ni días inmersos en la nevera afásica enlistando a los héroes slackpies que, en gran porcentaje, son tan estúpidos como todos los demás, como nosotros mismos. Estamos tratando de seguir un rumbo determinado, pensando que la vida no es uno de esos densos tratados filosóficos que tanto le gustan a cierta gente; recordando ocasionalmente que la excitación de aquel difícil momento se explica en algo por la táctica empleada, que la bendita confusión se ha encargado de trastocar los mejores extractos de nuestra breve historia en común. Volar, ¿ahora? ¿hacia donde? Ya no hay sitio para más idiotas ni filatélicos neoyorquinos que lean en braile una puta poesía. El ticket de nuestras miserias felpó en bruto, todas las mentiras que nos decimos agotaron el depósito inicial. Nuestra cuenta está en cero.
—Gente como tú lo tiene más fácil, gente como yo no...
—Me intoxica que siempre digas lo mismo.
—¿Lo grandioso que ha sido todo?
—Sí, claro. Igual.
IV.
No es conformismo, no es incertidumbre y mucho menos, el no creer en la validez de nuestros actos. Es un incendio de ritmos y luces en una bodega sin salida, establishment y resistencia en un jodido comboamigo. Puta realidad periférica. No estamos decepcionados porque para estarlo debimos haber confiado en algo, en alguien. Sabemos que ya es tarde para empezar de nuevo bajo ese mismo concepto de independencia y modernidad. Por eso, ahora en nuestros días cíclopes, nos tiramos un chumapues y nos echamos a reír; en nuestros días snobground, hacemos mutis viendo pasar los coches bomba; en nuestros días de odio, nos ponemos hiper sensibles y sacamos del cajón de la pistola que nunca hemos usado; en nuestros días de carnero, reflejando nuestra fe muerta y sin abrigo escupimos nuestra ex ternura por el viejo colmillo; en nuestros días de algodón, nos percatamos que los amigos son solamente enemigos que no tienen el valor para destruirnos; en nuestros días de pánico y desempleo, organizamos fiestas masivas para exiliados de otros días negros; en nuestros días de liderazgo, enviamos e-cards notificando como nos va en el frente de batalla; en nuestros días club pop, no podemos olvidar el color de sus ojos al bailar; en nuestros días damage, damos pase incondicional a todo aquello que nos falta por experimentar; en nuestros días de aburrimiento, quemamos las bocinas del estéreo haciendo polvo la nostalgia por el punk; en nuestros días malsoñantes, merodeamos por las calles miserables con un filoso cuchillo; en nuestros días ácidos, nos masturbamos esnifando las etiquetas de productos de limpieza o pensando en autos deportivos. Dios es tan perfecto.
V.
Es obvio que no hemos aprendido nada de nuestros errores. El tiempo nos enseña que de nada vale tener todo en la vida y nosotros, aquí y en todas partes, encendemos el motor de inconsciencia y vitalidad primeriza en ruta de la décima víctima. That’s the problem with us: antes fuimos hype meisters, tan reckless y explosivos. Estamos a un paso de abdicar al título de veloces promesas y ahora, lo peor de todo, es que aún no sabemos lo que vendrá al salir está noche borrachos del club. So fucking drunkies. Como todos los días, como todas las semanas, como todos los meses de estos últimos años. Nothing ever changes.
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revisión 2004: La peor despedida en el mejor momento posible.
lunes, 29 de noviembre de 2004
viernes, 26 de noviembre de 2004
08. nada(s)
Cuando la razón es ferozmente intrusiva
Y la experiencia se reduce a un proyecto de interés social
Y ya no hay estribillos a seguir en nuestro corazón karaoke
Y la situación está en gronecolor
Y todo cae o vuela sin apología ni dogma
Y lo que se dice/hace es un loop de Copy & Paste
Y debes alejarte del ruido
Y no quieres hacerlo pero no hay otra opción
Y lo único que queda por hacer es olvidar lo vivido
Y dejas de creer que la sinceridad no es cruel
Y la ilusión es una mascota que al poco tiempo se muere
Y el sarcasmo del adiós es una conclusión en sí
Y los problemas activan mecanismos de fragmentación
Y las cosas pierden el poco sentido que un día tuvieron
Y nadie atiende el último mensaje de ayuda
Y todos se han ido buscando pelea
Y la ironía del momento se reduce a un «Ni entonces ni hoy»
Y no queda ni una puta verdad por (des/re)conocer
Y la vida es solamente una palabra de cuatro letras
Y no puedes transitar por ella sólo deseando
Y confirmas que el futuro es lo de menos
Y a veces salimos con ganas de fiesta
Y el beber nos confunde en el valor de su premisa
Y la euforia contradice lo que en verdad acontece
Y te cansas de tanto afterhours y breakups
Y tú quieres parar por un instante
Y preguntar so angry: ¿cómo hacer para ser feliz?
Y qué importa si la frivolidad, insisten, es el enemigo a vencer
Y qué si decidimos disfrutar de su itinerario con alegre pesimismo
Y descubrir que nuestra adicción más fuerte es la soledad
Y sólo queda, como último recurso, vivir el presente de bajo y batería
Y te das cuenta que si no nadas, pierdes el control
Y cuando lo pierdes, jodes todo
Y eso es peor, así que nada(s)
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revision 2004: una letanía, una larga pregunta sin respuesta, un escupitajo al momento de bajarse del autobús, el arrojo, un detenerse antes de caer o perderse en un freeway. Carajo! I don't know.
Y la experiencia se reduce a un proyecto de interés social
Y ya no hay estribillos a seguir en nuestro corazón karaoke
Y la situación está en gronecolor
Y todo cae o vuela sin apología ni dogma
Y lo que se dice/hace es un loop de Copy & Paste
Y debes alejarte del ruido
Y no quieres hacerlo pero no hay otra opción
Y lo único que queda por hacer es olvidar lo vivido
Y dejas de creer que la sinceridad no es cruel
Y la ilusión es una mascota que al poco tiempo se muere
Y el sarcasmo del adiós es una conclusión en sí
Y los problemas activan mecanismos de fragmentación
Y las cosas pierden el poco sentido que un día tuvieron
Y nadie atiende el último mensaje de ayuda
Y todos se han ido buscando pelea
Y la ironía del momento se reduce a un «Ni entonces ni hoy»
Y no queda ni una puta verdad por (des/re)conocer
Y la vida es solamente una palabra de cuatro letras
Y no puedes transitar por ella sólo deseando
Y confirmas que el futuro es lo de menos
Y a veces salimos con ganas de fiesta
Y el beber nos confunde en el valor de su premisa
Y la euforia contradice lo que en verdad acontece
Y te cansas de tanto afterhours y breakups
Y tú quieres parar por un instante
Y preguntar so angry: ¿cómo hacer para ser feliz?
Y qué importa si la frivolidad, insisten, es el enemigo a vencer
Y qué si decidimos disfrutar de su itinerario con alegre pesimismo
Y descubrir que nuestra adicción más fuerte es la soledad
Y sólo queda, como último recurso, vivir el presente de bajo y batería
Y te das cuenta que si no nadas, pierdes el control
Y cuando lo pierdes, jodes todo
Y eso es peor, así que nada(s)
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revision 2004: una letanía, una larga pregunta sin respuesta, un escupitajo al momento de bajarse del autobús, el arrojo, un detenerse antes de caer o perderse en un freeway. Carajo! I don't know.
lunes, 22 de noviembre de 2004
09. you can’t win
Apurado, en el fragor de la segunda copa de vino y entusiasmado por el servicio eficiente de un bar de postín, William, master en desolación, apostó seguro a perdedor pronunciando un “You can’t win”. La noche concluyo tal y como lo predijo. Muerto el instante, depositado tardíamente el registro de ingreso, explicado y alterado por la química de alucine, sin fonts adecuados, sin un desarrollo sustentable que destaca el porcentaje positivo implícito en el fracaso cotidiano. Caminando por un bulevar en reposo, recordando aquella cita [inservible] [filosa como punta de low lifer] [recuerdo de un viaje] de «We are all pretenders», la desesperación se reduce simplemente a esperar el golpe, a sonreír ante un estúpido salto de fe.
Ahora todos cargan una pistola.
Una gran y jodida pistola.
¿Cuánto cuesta una vida?
Envíos rápidos por Fed-Ex.
Casa de cambio. Closed.
Do you want a ride, darling?
Eso es lo que falta, más modernidad en los modos y en las propuestas. Todo es tan complicado cuando debiera ser tan fácil. Caminar indeciso, voltear indeciso, llorar indeciso, gritar indeciso. Una ruta, taxis de igual recorrido y la vuelta triunfal de los iconos del pasado, sonrientes, distantes, uno encima de otro, acostados y envueltos en lujoso empaque, listos para ser quality gift en días de fiesta, en ceremonias absurdas, en madrugadas tristes como esta.
Otra avenida. Luces y desengaños.
No mires a los ojos de la gente.
Hay más de un par en necesidad.
Un policía cachea a un sujeto; le da tres golpes.
La risa nerviosa de una gringa muerta de frío.
El desfile de imágenes es sencillo y dinámico como dispositivo de control, enajenante y persuasivo como el instrumento de poder que se traga todo; como un gran Cerdo Gutiérrez, aquel personaje de historieta que todos insisten en alimentar o recrear en la conciencia. Policías y religión, bondage and discipline, escuelas y reformatorios, centros de rehabilitación y asilos, familia nuclear resquebrajada y hospitales psiquiátricos, drogas y herbolaria, dogmas y manuales, la cosa alternativa y moda pre lavada.
Un hot-dog, please.
La esquina más cercana sirve como borde a la locura y la sensatez de un tiempo mejor. La delicia de ser ambidextro. Esquivando el karma o pateando piedras en un arranque de ira o puta melancolía, una falta de propósito y sentido, algo imposible de articular. El “Date una vuelta en un mes, ya estarás mejor” resume como carrera de ratas la visita de alto costo económico y nulo aprovechamiento lógico. Aquí ya no hay sitio para reclamos, Dios muestra su cara en rebajas tras el vitral de una Duty Free Store. “He’s my star” era un grito tan común en las iglesias. Ahora es un radio portátil que puede ser tuyo por treinta dólares plus tax. No importa, en las telenews han informado que el asco se irá un día de estos, borrando cualquier rastro de depresión constante.
Y, sin embargo, todo sigue igual. Cubierto a tope por el hastío va William, encaramado por primera vez en el bus de vida más o menos ordinaria, exigiéndole al chofer más marcha. Si otros dudan, no hay porque seguirles el juego, falso reprise para significantes y sorpresivos cohetes chinos. Un estertor de alivio, pálido mejoral ante el reclamos que se grita sin cesar: “No tienes que ser tan cool para gobernar en mi mundo”.
Una junta urgente de sociedad en comandita.
El aviso de inminente peligro.
Descontrol en serie.
Un apagón entre tanta alegría anterior.
Transfiguración.
Por única ocasión, ante la taza de café negro y la mitad de un pastelito americano, William tuvo una idea brillante: “Nada de romances, fuck them”, y aquello se convirtió en mantra. Fue el himno, la canción de verano, el eslogan de refresco de cola, el grito incluyente de una campaña proselitista. “Nada de romances, fuck them”. Todo el día y toda la noche, en la radio y en la tele, en el cine y en la estética de barrio bravo, en la portada de revista y en la riña clandestina de un miércoles. “Nada de romances, fuck them”. Lo gritaban a diario buten voceadores, lo repitieron sacerdotes en cada sermón, lo chiflaron vagos y borrachos en las calles, lo susurraban discretamente las chicas que no eran bonitas pero si muy eróticas. “Nada de romances, fuck them”, una y otra vez. Por toda la ciudad, como ceniza en la frente, el eco de conversaciones varadas en babia, la retransmisión institucionalizada de ideales, en formatos extraños e incluida en una adecuada banda sonora para un pésimo film juvenil.
Algunas veces la ira es energía.
La mirada inquieta de la mesera.
Recuerdos del “I don’t have a gun...”.
Hay quien necesita un auto o dinero para escapar.
Otros se conforman con una bala.
No importa.
Llegado el momento, cambian las cosas.
Con honestidad, William traza las coordenadas de su vida —en una servilleta, con plumón de tinta azul que incita al blah blah blah cotidiano— mientras escupe al piso. No hay expresión en los ojos. A lo lejos, se perciben imágenes llenas de estereotipos y gritos de ayuda. “Sólo quiero beber... mi hijo se perdió... la guerra es.... pague más… políticos corruptos... ganaron tres a uno...” Agradece la claridad de la señal en el TV set, la emoción se siente tan real. Funny furry people.
Después, sólo branquias bajo el agua. Cada cual es una historia, un ahora equivocado, una razón más por lo que no se cree en nada. Algo estúpido y superficial, exagerado como tira cómica de homicidios perpetrados por una tímida figurita hecha a lápiz, la voz del ídolo que todos aclaman, el que incluye y excluye, el que reporta los intereses más genuinos para validar los más extraños. Un pasaporte expirado hacia una inmunda y uniforme felicidad que resultó de una sencillez desconcertante como el flujo de adrenalina en un teenager durante la última hora de la Prom Night.
Sin una canción, el día no termina.
Sin speed, el camino no tiene fin ni filosofía.
Todo se desploma, se dispersa, se difumina.
No importa lo que se diga o se practique.
Ocurre.
Hay quien se pierde en el túnel del tiempo y hay quien encuentra, al final, una luz. Entre la desesperación y el miedo, una puta y escuálida lucecita. Una luz de último sueño para William. Como la señal divina que hizo santo al de Asís, como pantalla de reloj digital con flash integrado que se requiere más de una mano para inicializarse. Una luz inocente, de escaso glamour y consistencia. No un camino, no un signo de recycle enarbolado por cursi conscientes, no el resplandor halógeno para una fría noche de camping. Una luz que ilumina la inútil apuesta de un cerdo cerca del matadero. Una luz y ya.
--------------
revisión 2004: Too many movies en una. Del Valle de San Fernando setentero a Guanatos de Jis y Trino, de Baudrillard a las canciones de Jesus and Mary Chain y etc.
Ahora todos cargan una pistola.
Una gran y jodida pistola.
¿Cuánto cuesta una vida?
Envíos rápidos por Fed-Ex.
Casa de cambio. Closed.
Do you want a ride, darling?
Eso es lo que falta, más modernidad en los modos y en las propuestas. Todo es tan complicado cuando debiera ser tan fácil. Caminar indeciso, voltear indeciso, llorar indeciso, gritar indeciso. Una ruta, taxis de igual recorrido y la vuelta triunfal de los iconos del pasado, sonrientes, distantes, uno encima de otro, acostados y envueltos en lujoso empaque, listos para ser quality gift en días de fiesta, en ceremonias absurdas, en madrugadas tristes como esta.
Otra avenida. Luces y desengaños.
No mires a los ojos de la gente.
Hay más de un par en necesidad.
Un policía cachea a un sujeto; le da tres golpes.
La risa nerviosa de una gringa muerta de frío.
El desfile de imágenes es sencillo y dinámico como dispositivo de control, enajenante y persuasivo como el instrumento de poder que se traga todo; como un gran Cerdo Gutiérrez, aquel personaje de historieta que todos insisten en alimentar o recrear en la conciencia. Policías y religión, bondage and discipline, escuelas y reformatorios, centros de rehabilitación y asilos, familia nuclear resquebrajada y hospitales psiquiátricos, drogas y herbolaria, dogmas y manuales, la cosa alternativa y moda pre lavada.
Un hot-dog, please.
La esquina más cercana sirve como borde a la locura y la sensatez de un tiempo mejor. La delicia de ser ambidextro. Esquivando el karma o pateando piedras en un arranque de ira o puta melancolía, una falta de propósito y sentido, algo imposible de articular. El “Date una vuelta en un mes, ya estarás mejor” resume como carrera de ratas la visita de alto costo económico y nulo aprovechamiento lógico. Aquí ya no hay sitio para reclamos, Dios muestra su cara en rebajas tras el vitral de una Duty Free Store. “He’s my star” era un grito tan común en las iglesias. Ahora es un radio portátil que puede ser tuyo por treinta dólares plus tax. No importa, en las telenews han informado que el asco se irá un día de estos, borrando cualquier rastro de depresión constante.
Y, sin embargo, todo sigue igual. Cubierto a tope por el hastío va William, encaramado por primera vez en el bus de vida más o menos ordinaria, exigiéndole al chofer más marcha. Si otros dudan, no hay porque seguirles el juego, falso reprise para significantes y sorpresivos cohetes chinos. Un estertor de alivio, pálido mejoral ante el reclamos que se grita sin cesar: “No tienes que ser tan cool para gobernar en mi mundo”.
Una junta urgente de sociedad en comandita.
El aviso de inminente peligro.
Descontrol en serie.
Un apagón entre tanta alegría anterior.
Transfiguración.
Por única ocasión, ante la taza de café negro y la mitad de un pastelito americano, William tuvo una idea brillante: “Nada de romances, fuck them”, y aquello se convirtió en mantra. Fue el himno, la canción de verano, el eslogan de refresco de cola, el grito incluyente de una campaña proselitista. “Nada de romances, fuck them”. Todo el día y toda la noche, en la radio y en la tele, en el cine y en la estética de barrio bravo, en la portada de revista y en la riña clandestina de un miércoles. “Nada de romances, fuck them”. Lo gritaban a diario buten voceadores, lo repitieron sacerdotes en cada sermón, lo chiflaron vagos y borrachos en las calles, lo susurraban discretamente las chicas que no eran bonitas pero si muy eróticas. “Nada de romances, fuck them”, una y otra vez. Por toda la ciudad, como ceniza en la frente, el eco de conversaciones varadas en babia, la retransmisión institucionalizada de ideales, en formatos extraños e incluida en una adecuada banda sonora para un pésimo film juvenil.
Algunas veces la ira es energía.
La mirada inquieta de la mesera.
Recuerdos del “I don’t have a gun...”.
Hay quien necesita un auto o dinero para escapar.
Otros se conforman con una bala.
No importa.
Llegado el momento, cambian las cosas.
Con honestidad, William traza las coordenadas de su vida —en una servilleta, con plumón de tinta azul que incita al blah blah blah cotidiano— mientras escupe al piso. No hay expresión en los ojos. A lo lejos, se perciben imágenes llenas de estereotipos y gritos de ayuda. “Sólo quiero beber... mi hijo se perdió... la guerra es.... pague más… políticos corruptos... ganaron tres a uno...” Agradece la claridad de la señal en el TV set, la emoción se siente tan real. Funny furry people.
Después, sólo branquias bajo el agua. Cada cual es una historia, un ahora equivocado, una razón más por lo que no se cree en nada. Algo estúpido y superficial, exagerado como tira cómica de homicidios perpetrados por una tímida figurita hecha a lápiz, la voz del ídolo que todos aclaman, el que incluye y excluye, el que reporta los intereses más genuinos para validar los más extraños. Un pasaporte expirado hacia una inmunda y uniforme felicidad que resultó de una sencillez desconcertante como el flujo de adrenalina en un teenager durante la última hora de la Prom Night.
Sin una canción, el día no termina.
Sin speed, el camino no tiene fin ni filosofía.
Todo se desploma, se dispersa, se difumina.
No importa lo que se diga o se practique.
Ocurre.
Hay quien se pierde en el túnel del tiempo y hay quien encuentra, al final, una luz. Entre la desesperación y el miedo, una puta y escuálida lucecita. Una luz de último sueño para William. Como la señal divina que hizo santo al de Asís, como pantalla de reloj digital con flash integrado que se requiere más de una mano para inicializarse. Una luz inocente, de escaso glamour y consistencia. No un camino, no un signo de recycle enarbolado por cursi conscientes, no el resplandor halógeno para una fría noche de camping. Una luz que ilumina la inútil apuesta de un cerdo cerca del matadero. Una luz y ya.
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revisión 2004: Too many movies en una. Del Valle de San Fernando setentero a Guanatos de Jis y Trino, de Baudrillard a las canciones de Jesus and Mary Chain y etc.
lunes, 15 de noviembre de 2004
10. got.no.time
voy a mil. no tengo tiempo para detener el auto y preguntarte que broncas tienes. no tengo tiempo para arruinar mi mejor noche en años al escuchar quejas y lamentos que incitan al «as if». no tengo tiempo para ser el letrero de sold out! no tengo tiempo para ser tu mejor amigo, parte de tu familia extendida o tu amante en turno. no tengo tiempo para problemas sociales o crisis de feeling extranjero. no tengo tiempo para resolver tus dudas y conflictos emocionales tan arraigados. no tengo tiempo para ir siempre de fiesta o quedarme varado en una calle de un solo sentido. no tengo tiempo para correcciones y desalojos impertinentes. no tengo tiempo para conocer si lo que hago o dejo de hacer ocasiona algún disgusto. no tengo tiempo para aceptar ser parte de la common people de la city. no tengo tiempo para un día típico y familiar. no tengo tiempo para competir por algo que inevitablemente sé que perderé. no tengo tiempo para revelar secretos ampliamente difundidos. no tengo tiempo para emprender una acción cuando la novedad o mi interés en something es cosa del pasado. no tengo tiempo para hacer fila o esperar en off side. no tengo tiempo para fingir que siempre me interesa una noche de sexo gratuito. no tengo tiempo para un enlace de manos ante sonrisas cortadas. no tengo tiempo ni el propósito hipócrita de ponerme en situación de peligro. no tengo tiempo para pobres cristos y corazones rotos que no saben que hacer con su vida. no tengo tiempo para evitar una respuesta primitiva ante el ordenador de penúltima generación. no tengo tiempo para ver programas estúpidos y sonreír porque íÃ. no tengo tiempo para discutir acerca de la inercia masiva que se adhiere al intelecto clasemediero. no tengo tiempo para seleccionar un lugar a donde marcharme como desertor en ciernes. no tengo tiempo para asumir el compromiso de todos. no tengo tiempo para ofrecer disculpas por vicios que no tengo o hacer una apología al delito que nunca he cometido. no tengo tiempo para encender la cebada mecha de nihilismo juvenil. no tengo tiempo para patrias y banderas. no tengo tiempo para soportar otra crisis y arrestos de bienestar económico. no tengo tiempo para mostrar mi lado débil y religioso. no tengo tiempo para negarme la posibilidad del suicidio. no tengo tiempo para decir it's my fucking life! no tengo tiempo para justificar ante nadie mis prejuicios. no tengo tiempo para corregir defectos de fábrica. no tengo tiempo para ser polÃticamente (in)correcto. no tengo tiempo para luchar contra ideas estúpidas. no tengo tiempo para failures y días de triunfo. no tengo tiempo para la tristeza propia ni para la felicidad ajena. no tengo tiempo para esclavizarme a un mundo color miseria. no tengo tiempo para elegir el camino más safe a un éxito incierto. no tengo tiempo para equivocarme, para aceptar o dejar pasar oportunidades. no tengo tiempo para una dosis de small talk. no tengo tiempo para tomar las cosas en serio o reír con la broma que ya no entiendo. no tengo tiempo para creerme todo lo que me dicen ni para dudar de todo lo que veo. no tengo tiempo para debates, cartas de apoyo o ataques sin sentido. no tengo tiempo para preguntarme: ¿en dónde diablos has estado toda mi vida? no tengo tiempo para esperar todo, algo o nada. no tengo tiempo para ver la vida correr por la ventana mientras me froto los ojos. no tengo tiempo para sorpresas y regalos de cumpleaños. no tengo tiempo para romper definitivamente con el pasado que ya no quiero recordar. no tengo tiempo para soportar el ritmo y las secuencias de un mal dj. no tengo tiempo para héroes ni para jugar al escondite. no tengo tiempo para surfear entre archivos, menús y teclas de ayuda. no tengo tiempo para confrontarme ante el espejo. no tengo tiempo para sentir miedo. no tengo tiempo para estar listo el día de mi muerte. no tengo tiempo para imaginarme en el futuro. no tengo tiempo para decir un adiós que ya carece de importancia. no tengo tiempo para contarte lo que siempre has intuido al escucharme. no tengo tiempo para aguardar por respuestas que nunca valdrán la espera. no tengo tiempo para ser tan cínico y volver hacer lo que ya hice. no tengo tiempo para pensar en un tour que nos lleve del cielo al infierno o viceversa. no tengo tiempo para pensar si esos lugares realmente existen. no tengo tiempo para observar como se viene todo abajo. no tengo tiempo para esperar a que cambie la suerte. no tengo tiempo para entender la (r)evolución interna que ocurre justo en este momento. no tengo tiempo para explicarte cosas que nunca entenderás. no tengo tiempo para nada ni para nadie. no tengo tiempo, voy a mil.
lunes, 1 de noviembre de 2004
11. Fade in, fade out
“Oye chica, sigue así y terminarás por enloquecerme”, le dije a Sadie en la madrugada y agregué: “Está es mi verdad, ahora dime la tuya...” Ella podría haber dicho “Quememos el trailer park de nuestra memoria”, “Las marchas matan al pensamiento” o “Valió la pena luchar a tu lado, William”, pero no pronunció palabra alguna. Hubiera podido aceptar cualquier cosa, cualquier insulto o sus típicos arranques de angustia y dolor post-desencanto, pero faltaron las palabras y las imágenes que me proporcionaba no eran mejores. Ni siquiera estábamos lo suficientemente borrachos para olvidarnos del gusto por los aplausos y de predicar por el desarraigo. Nuestra discusión era el preludio, una fuerte patada en el culo de las despedidas o el sentir carioca tras el carnaval. No supe en que bar la deje deslumbrada, sin una oportunidad cercana de anotar, pensando que nada ni nadie puede salvarnos. No hay ninguna duda: fracasamos en todo.
Soy un jugador espléndido de desasosiego contemporáneo. Por eso recorro las calles con la ligera sospecha de que algo sucede bajo esa superficie de normalidad. Tras el peregrinaje de irresistible persistencia, parte de mí nunca se detiene. En deriva, sabiendo que el mensaje siempre ha sido el mismo: la devastación de nuestra vida como espíritu de juego. Camino, se distorsionan las señales, me confundo. Presiento que una equivocación de sentido mestizo va bordando el personaje que alucino en mis pesadillas. Me desplazo por las calles con esa sensación de urgencia, en eterna pasión por la geometría y la sincronización. Me pierdo al recordar aquellas películas que me han hecho llorar, una melancolía en conserva como ajuste de cuentas en un mundo de horizontes estrechos. A pesar de eso, todo en mí es un festival masivo, una lluvia citadina que hace línea mientras otras gentes emigran.
Empiezo a sentirme realmente perdido, sigo buscando respuestas o algún signo, naúfrago sin un objetivo específico, traspasando ambientes en los que nunca nadie está satisfecho. Veo en un aparador las obsesiones de tanta gente (cuadros de Elvis en terciopelo negro, ropa de diseñador, lociones importadas, palm pilots, navajas suizas, relojes de última generación) y, al pensar que todo esto no significa nada en nuestra vida, siento un escalofrío que, venciendo mi habitual paranoia, fumo un spliff. Cerca de ahí, escasos diez metros, las Brigadas Antivicio detienen a un par de sujetos con tupés obscuros y no muy claras intenciones. En la calle que sigue hay una multitud de chicas gordas con mentalidad haiku. Me emociona lo triste que puede ser la city, su capacidad para generar imperfección y condiciones de tragedia que me reconfortan un poco.
Hoy no tengo ganas de comprar nada o de consumir algo; sin embargo, no resisto la tentación. Es uno de esos días en que me siento súper marciano que, sin pensarlo detenidamente, aterrizo en una pizzería. Una chica —veinteañera, muy zafting, con un corte de cabello de tres dólares— me atiende. Mientras decido que comer, imagino su llegada a una casa habitación de interés social, diciéndole a su madre que tuvo un día terrible, que no tiene hambre. Puedo ver cómo ambas, casi estoy seguro, se pondrán ilusionadas a ver esas bad sitcoms que ofrece la televisión abierta. La chica tiene toda la apariencia de una puta colegiala y, de cierto modo, eso la hace parecer cute a secas. Esa es la razón por la que, amable como nunca, le pido una pizza grande de peperonni con doble queso. “Ah, y una Coca Cola hiper fría, que estoy muy triste”, agrego guiñando el ojo derecho.
Casi nunca lo hago, me parece molesto y ridículo. Hoy, sin embargo, hay algo que me obliga a hacerlo. Una forma permanente de tibia depresión. Levanto la mirada, me fijo en la gente que está sentada a mí alrededor. Irremediablemente me invade una sensación de asco y vacío. Lo que veo es un ejemplo de la tragedia que nos agobia: una pareja de recién casados sonríen tontamente al compartir el spaghetti; una mujer joven sigue al pie de la letra los caprichos de un mocoso de seis o siete años que carga un muñeco de Sesame Street; una señora de edad vigila preocupada los modales delatores de su hijo que, por el evidente amaneramiento, encaja en el estereotipo de homosexual pasivo; tres hermanos pelean en otra mesa por el último pedazo de pizza en la charola; un tipo de aspecto miserable lee el diario deportivo buscando con ansiedad los resultados del Pro-Gol.
Hay algo dentro de mí que me hace preguntar: ¿Qué es la vida? ¿Es un relato aburrido contado por un idiota? “No lo sé”, me escucho decir entre murmullos y melodías de música maquila que sale de las bocinas JLB. Aquí no hay nada que celebrar. La felicidad es un producto de calidad, un rápido alivio que casi nunca se consigue a buen precio. Alguien me dijo —Miki, creo—, que la vida es lo que tú haces de ella [el amor no sirve si lo que queremos es estar solos]. Estoy tan harto de todo esto que podría sacar mi revolver. Disparar y matar a algunos de ellos o, mejor opción, a todos. A veces es mejor así, desaparecer y ya. No más vidas mediocres, no más sueños estúpidos, no más días amargos sin final. Ese es mi punto de vista.
Puedo oler el aroma de cada uno de sus temores, de cada una de sus obsesiones. El miedo no se ve, se vive ciertas mañanas. Almuerzan rápido, dicen «Perdón» después de un imprudente eructo o piden más servilletas, por si luego se les ofrece ir al baño. Todos evitan el contacto visual, deciden —sin pensarlo— ser una víctima de bajo perfil, sienten la amenaza que podría hacer distinta su existencia. Soy extranjero en tierra extraña, el pensador de ocasión que busca una coartada en la violencia de horas. Disfruto al pensar en la ley de probabilidades, el azar siempre ha sido mi aliado. Imagino la posibilidad de salir ileso, de escapar. Sería divertido, sería casi un servicio a la comunidad. Sé que alguno de ellos me lo agradecería. De cierta forma, la violencia equivale a prestar un poco de atención, a ofrecer algo de amor.
Afortunadamente, decido que no vale la pena sacrificarme por ellos. Ni siquiera por ver tendido en el suelo el trasero de la mesera. Pienso en voz alta: “Beware of boredom, jerks”. Al sentir las miradas sobre mí, lo único que hago es dar otro trago a mi Coca Cola hiper fría y, después de hacerlo, casi en silencio digo: ¡Qué refrescante puede llegar a ser la vida!”.
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revisión 2004: Anti ad, la ruta de la (in) felicidad, el devenir situacionista, la sociedad de consumo, la ironía post desencanto, la violencia cotidiana, la vida ordinaria, el deseo.
Soy un jugador espléndido de desasosiego contemporáneo. Por eso recorro las calles con la ligera sospecha de que algo sucede bajo esa superficie de normalidad. Tras el peregrinaje de irresistible persistencia, parte de mí nunca se detiene. En deriva, sabiendo que el mensaje siempre ha sido el mismo: la devastación de nuestra vida como espíritu de juego. Camino, se distorsionan las señales, me confundo. Presiento que una equivocación de sentido mestizo va bordando el personaje que alucino en mis pesadillas. Me desplazo por las calles con esa sensación de urgencia, en eterna pasión por la geometría y la sincronización. Me pierdo al recordar aquellas películas que me han hecho llorar, una melancolía en conserva como ajuste de cuentas en un mundo de horizontes estrechos. A pesar de eso, todo en mí es un festival masivo, una lluvia citadina que hace línea mientras otras gentes emigran.
Empiezo a sentirme realmente perdido, sigo buscando respuestas o algún signo, naúfrago sin un objetivo específico, traspasando ambientes en los que nunca nadie está satisfecho. Veo en un aparador las obsesiones de tanta gente (cuadros de Elvis en terciopelo negro, ropa de diseñador, lociones importadas, palm pilots, navajas suizas, relojes de última generación) y, al pensar que todo esto no significa nada en nuestra vida, siento un escalofrío que, venciendo mi habitual paranoia, fumo un spliff. Cerca de ahí, escasos diez metros, las Brigadas Antivicio detienen a un par de sujetos con tupés obscuros y no muy claras intenciones. En la calle que sigue hay una multitud de chicas gordas con mentalidad haiku. Me emociona lo triste que puede ser la city, su capacidad para generar imperfección y condiciones de tragedia que me reconfortan un poco.
Hoy no tengo ganas de comprar nada o de consumir algo; sin embargo, no resisto la tentación. Es uno de esos días en que me siento súper marciano que, sin pensarlo detenidamente, aterrizo en una pizzería. Una chica —veinteañera, muy zafting, con un corte de cabello de tres dólares— me atiende. Mientras decido que comer, imagino su llegada a una casa habitación de interés social, diciéndole a su madre que tuvo un día terrible, que no tiene hambre. Puedo ver cómo ambas, casi estoy seguro, se pondrán ilusionadas a ver esas bad sitcoms que ofrece la televisión abierta. La chica tiene toda la apariencia de una puta colegiala y, de cierto modo, eso la hace parecer cute a secas. Esa es la razón por la que, amable como nunca, le pido una pizza grande de peperonni con doble queso. “Ah, y una Coca Cola hiper fría, que estoy muy triste”, agrego guiñando el ojo derecho.
Casi nunca lo hago, me parece molesto y ridículo. Hoy, sin embargo, hay algo que me obliga a hacerlo. Una forma permanente de tibia depresión. Levanto la mirada, me fijo en la gente que está sentada a mí alrededor. Irremediablemente me invade una sensación de asco y vacío. Lo que veo es un ejemplo de la tragedia que nos agobia: una pareja de recién casados sonríen tontamente al compartir el spaghetti; una mujer joven sigue al pie de la letra los caprichos de un mocoso de seis o siete años que carga un muñeco de Sesame Street; una señora de edad vigila preocupada los modales delatores de su hijo que, por el evidente amaneramiento, encaja en el estereotipo de homosexual pasivo; tres hermanos pelean en otra mesa por el último pedazo de pizza en la charola; un tipo de aspecto miserable lee el diario deportivo buscando con ansiedad los resultados del Pro-Gol.
Hay algo dentro de mí que me hace preguntar: ¿Qué es la vida? ¿Es un relato aburrido contado por un idiota? “No lo sé”, me escucho decir entre murmullos y melodías de música maquila que sale de las bocinas JLB. Aquí no hay nada que celebrar. La felicidad es un producto de calidad, un rápido alivio que casi nunca se consigue a buen precio. Alguien me dijo —Miki, creo—, que la vida es lo que tú haces de ella [el amor no sirve si lo que queremos es estar solos]. Estoy tan harto de todo esto que podría sacar mi revolver. Disparar y matar a algunos de ellos o, mejor opción, a todos. A veces es mejor así, desaparecer y ya. No más vidas mediocres, no más sueños estúpidos, no más días amargos sin final. Ese es mi punto de vista.
Puedo oler el aroma de cada uno de sus temores, de cada una de sus obsesiones. El miedo no se ve, se vive ciertas mañanas. Almuerzan rápido, dicen «Perdón» después de un imprudente eructo o piden más servilletas, por si luego se les ofrece ir al baño. Todos evitan el contacto visual, deciden —sin pensarlo— ser una víctima de bajo perfil, sienten la amenaza que podría hacer distinta su existencia. Soy extranjero en tierra extraña, el pensador de ocasión que busca una coartada en la violencia de horas. Disfruto al pensar en la ley de probabilidades, el azar siempre ha sido mi aliado. Imagino la posibilidad de salir ileso, de escapar. Sería divertido, sería casi un servicio a la comunidad. Sé que alguno de ellos me lo agradecería. De cierta forma, la violencia equivale a prestar un poco de atención, a ofrecer algo de amor.
Afortunadamente, decido que no vale la pena sacrificarme por ellos. Ni siquiera por ver tendido en el suelo el trasero de la mesera. Pienso en voz alta: “Beware of boredom, jerks”. Al sentir las miradas sobre mí, lo único que hago es dar otro trago a mi Coca Cola hiper fría y, después de hacerlo, casi en silencio digo: ¡Qué refrescante puede llegar a ser la vida!”.
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revisión 2004: Anti ad, la ruta de la (in) felicidad, el devenir situacionista, la sociedad de consumo, la ironía post desencanto, la violencia cotidiana, la vida ordinaria, el deseo.
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