A Katerine le gustaba estar en Iketa, ese refugio para outsiders y gente en búsqueda de vértigo y velocidad; era, así lo expresaba, su segundo hogar. En ocasiones, las canciones tantas veces escuchadas eran voces, carnada que prodigaba una conversación a los ideales de nunca una noche malgastada. En otras, culpa de la cerveza o de la tristeza, Katerine bailaba sola, con sus demonios, con el furor de los veintitantos años, el olor a spliff entremezclado con designer gel, las ganas de dejarse besar y hacerlo. Lo suyo era agitar la pelvis, los brazos en el aire, permanecer con los ojos cerrados, entreabiertos, perdidos.
Era otro fin de semana por quemar, el club full de chicos monos con quien ligar y esa sed de dejarse llevar y no controlar nada. Old stories, sustancias nuevas, beat crazy, en sintonía con el tiempo perdido. La música era lo de menos, las intenciones, el rozar a los cuerpos, el poder jugar ese game, la posibilidad de anotar. Era divertido apostar, lo de siempre, lo de hoy. La joroba del misterio, todos los otros, las miradas, el sí y el no que incita el flujo de miel.
En Iketa la clave para disfrutar era conocer a alguien, sonreír, beber, coquetear, fingir o no interés. “¡Qué más da! It’s my libertad”, gritaba Katerine a un Serge red eyes, recién llegado de otro bar sobre el fondo de “One way or another”. Es otra noche, una madrugada, otro weekend por quemar cuando todo se reduce a una oportunidad de anotar.
Sorpresa, sorpresa. Los chicos no siempre son héroes, sometimes they drink too much y se convierten en querubines de bajo costo, pendencieros con fast cars, guiñapos que nunca saben que pasa, space boys que venden humo o papelinas, diamond dogs con look de revista inglesa que aterrorizan a las niñas felices.
¡¡¡TE VOY A MATAR!!!, le dijo y aquello le sonó a broma, a telefilme de las cuatro de la madrugada, a frase estúpida de un giallo book. Pero no fue así, bad luck de principiante. Katerine colgó el auricular y emprendió presurosa el camino de regreso a Iketa. Ya no están los amigos; todos se han ido. Tras un par de rondas de cervezas, se dirigieron a lo de Joni. Claro, hay otras fiestas por celebrar pero a ella, smile de baby girl, le encantaba el lugar. Por eso quería regresar, volver a vivir ese verano que no acaba.
Oye, déjame. Ey!, me lastimas. Arrrggh. Katerine no ve nada, sólo siente el pulso de unas manos que, rápidas y precisas, colocan ¿un cinto? ¿cadena? ¿alambre? Sepa dios qué cosa alrededor de su cuello. ÉL es más fuerte, pero Katerine vence un poco el miedo. Patalea, se lleva las manos al cuello para sortear el intento. Le sofoca, le va faltando el aire, las ganas, el esfuerzo. ÉL la arrastra como muñeca vieja que desechan las niñas bonitas cuando llega la hora de abrir los regalos, como el jornal de los días en los que sólo llueve y llueve, como el archivo muerto de una oficina postal.
Es de familia encontrar problemas. ÉL sabe lo que hace. ÉL lo quiere hacer. Katerine apenas vive, apenas ve, de reojo, a un par de policías que vigilan la conducta de los ebrios; lo suyo se limita a evitar las habituales peleas o el que trolos y wannabes borrachos no se roben tarros ni botellas. Al pasar casi frente a ellos, Katerine es una ebria más, otra chica que no sabe beber, otra carga que el novio carga porque sí y por el que dirán.
En su mente, Katerine grita, grita fuerte, como nunca.
Grita ayuda/¡Dios mío!/me mata/me muero/no quiero morir/ayuda.
Grita.
ÉL sonríe. Siente un poco de placer al apretar. Un cosquilleo, un ardor interno. Aprieta más fuerte, quiere sentir que se va. Una pena, otro lugar. Pensar en lo maravilloso de un auto nuevo, el confort de una zona residencial exclusiva, los gritos ahogados, no hay nada que hacer. En la agencia, escoger el modelo, un tarjetazo, la firma y ya. Un golpe porque sí y porque qué más da. Un paseo por la ciudad que intenta recuperar el protagonismo perdido.
Katerine se deja caer.
Se cae. Cae al suelo; el suelo la recibe con un beso.
Nunca el cemento estuvo tan amable, nunca tan sincero.
Katerine no se mueve, no se puede mover, no se quiere mover. Siente la presencia, el acecho. Siente la mirada de ÉL, satisfecho al darse cuenta que los objetivos de primer curso fueron cumplidos, que tan sólo hay que poner empeño y un poco de cariño para lograr las cosas que uno sueña [la belleza el baile de graduación una noche de sexo las comidas favoritas el discurso eficaz de un político el alto índice de drogadicción un bootleg de Radiohead un saco negro maletas para próximos viajes]. Siente como ÉL se aleja, temblando, reclamándose un “Carajo, por qué tan pronto. Ni siquiera me la puso dura”.
Katerine escucha sin chistar el «Cumpleaños feliz», apaga las velas. Se ve en el espejo radiante, su madre peina canas y aún es bella. “Cuando llegue a los veinticinco años me pintare el pelo, seré una rubia deluxe”, dice y sonríe, abriendo ligeramente la boca. Cambiar es fácil, le han dicho, es sólo cuestión de tiempo. Gracias brother por el libro de la Plath. Lo leeré. Si, cuando tenga tiempo. Ya habrá tiempo, hoy es party time. No, ya no quiero cerveza. El tequila, ese es de tradición. Salud. Sí, Miki me llamo por teléfono, quedo en pasar por mí a las nueve. ¿Qué? ¿Ya son? Ay, necesito pintarme de rojo los labios. No sé en que revista leí que así se atraía más a los hombres. Ciao, regreso tarde.
¿Es qué acaso no entendimos nada? El deseo nunca se va, no se llena, no cesa: fue un error tomarlo al pie de la letra. Su regreso es intenso, febril y tan superficial que descubre que no hay una raya perfecta o una válvula de escape, crucificado time off.
Katerine piensa, se para e intenta correr. El sonido de un tacón rompiéndose la estremece, se imagina a la maldita acera llena de hoyos, trampas cotidianas que hoy pueden ser mortales. Algo la atrapa, algo la jala, algo... Siente un puñetazo en el rostro y luego otro y otro y otro más. Katerine pierde la cuenta; ÉL no: va contando los minutos, va contando los segundos. Los golpes ya no duelen, se estrellan como sueños diluidos en el rompeolas o los intentos por recuperarse del fracaso. “Déjame cabrón”, alcanza a gemir Katerine, la chica de Iketa. Ahora se encara a ÉL. Lucha, araña, patalea.
En el club, el CDJ –cansado de servilletas y gritos- complace a un William so drunkie poniendo por fin “It’s so hard”. Lejos del noise, Katerine comprueba que el sabor de las lágrimas no es tan salado y que saberlo poco importa ya. Lo único que queda es luchar. Sus uñas llevan carne, cabellos y sangre. Su boca intenta morder lo que sea. ÉL es más fuerte, su puño es más fuerte. Katerine siente como se le incrusta un anillo de graduación en su piel. El pasado ya no sirve y el miedo no logra nada. Lo único que queda es luchar, se repite.
Lo único que queda es luchar.
lunes, 6 de diciembre de 2004
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