Martín Tz Tz despertó enmudecido, fuera de foco, super fuzzy, entre anfetamínico y autista. Cansado de levantarse cansado. Nervioso como caída libre de parque temático, como la brisa de televisor blanco y negro, como noticia mala a las tres de la madrugada. Y se preguntó ante el espejo del baño, viendo reflejada otra vez la pregunta en sus ojos de color vidrioso, si aquello era el efecto del Nootropil adulterado, del anuncio maligno de feroz lluvia de niño, del descuido ridículo al no poner fecha y margen en los sitios establecidos por sistema. Pero de su boca, limpia ya, oliendo a menta ya, no salió respuesta alguna. Aquel momento fue de un silencio total, sombrío y desquiciante como la presencia de aburridos parapléjicos en una fiesta marchosa que, indiscutiblemente, no era la suya.
Igual. Sí. La misma sensación.
Agua fría sobre el cuerpo, luego tibia, luego caliente. Pensando “Demonios, ¡qué cosas!”, en tarjetas bancarias con saldo rojo, en discusiones egocentristas por e-mail, en el beat rompedor del último cd single importado que llego a la caja postal, en flanes y yoghurt, en un matrimonio de riesgo cero, en cuántas cervezas se necesitan para perder la maldita conciencia en la Happy Hour del jueves, en un nuevo juego con imágenes en alta definición.
Salió desnudo del baño, se tumbó en la cama para establecer, por lo menos, un vínculo con algo real, con algo conocido y aceptado. Intentó masturbarse, pero le dio risa ver en sus manos el joystick tamaño promedio. Le pareció gracioso que, a estas alturas de su vida, cayera en ello y exclamó en voz alta: “Fuck, me acabó de bañar…” y se rió de nuevo. Más fuerte, más sincera su risa, más parecida a un gruñido que a una foto de amor platónico e infantil. Eso lo asustó un poco, tan sólo un poco. Minutos después se levantó, se vistió rápidamente con ropa funcional y de un manotazo, sacó del closet una corbata azul. De diseñador boing, de estreno lucybell. Justo lo ideal para sus planes del día. Distraídamente, mientras se miraba de reojo en otro espejo, rectangular y mucho más grande, Martín anotó una a una sus convicciones en un gran pizarrón; las escribió con plumón indeleble y las recitó diez veces, con su tono hardcore y su tono sadcore, remarcando cada erre, cada ese. “Be true to your school”, agregó con la actitud típica en los veinteañeros que descubren las posibilidades del realismo neurótico o el positivismo no implícito en la ingenuidad de los sentidos. Al verse en ese espejo, se dio cuenta de algo y sólo pudo pensar, “Cambiaste Martín, no eres el mismo de ayer”. Enardecido, salió de casa con ganas de bronca, de exiliar el dolor, de maldecir todos los discos –excepto el primero de la Velvet- y con la firme, firme idea de irse a un lugar lleno de sol, quemar banderas e influencias, de beber un poquito de cielo líquido con tequila para aliviar la pena. Divertido, entre tanto ruido, se imaginó leyendo un cómic de justicieros apocalípticos, aventurándose romper el control entre diálogos absurdos y onomatopeyas.
Y, sin querer, se escuchó a sí mismo –con una vida distinta, inédita- platicar, tratando de convencer al otro yo, ese rigor azulado que dormía plácidamente la intelesiesta.
—Es cierto que no todos somos… (un tic de ojos, herencia de la abuela)
—Unos sí y otros no (un año de oportunidad)
—Yo no, de veras. (una firma al calce)
Solo, dentro del auto en camino eterno a la oficina, mientras prendía un cigarro –vicio de antaño, de hoy- se sintió agobiado por el enorme vacío en su alma gemela de treta menor, con la caspa existencial en los hombros, con la camisa rayada y el eco de aquella borrachera de emociones extrañas que emigró ilegalmente, cotillean por ahí, al inconsciente colectivo por terminar justo como empezó.
Llegar al lugar indicado es el impulso vital. No valen desvíos, ni atajos, ni trucos ni puentes peatonales de escasos recursos. Hay un momento en que todas las luces son rojas. Rojas de advertencia, rojas de pasión como los labios de PJ Harvey, rojas de rosas rojas y, aún con el viento a su favor, Martín pide otra oportunidad, se regordea en eventos pay per view que disfruta sin pagar. Toma uno, toma dos, todos ponen. Marcador cero-cero, un tiro de esquina que no llega nunca a su destino pero Martín Tz Tz no se desespera, aprovecha el tiempo de receso para cambiar de disco compacto, para pensar en tiempo corrido o un posible escape por el centro, para agitar los nudillos con el ritmo de un efecto Dolby recién adquirido. Perdiéndose por instantes en laberintos elementales, desconectado automáticamente de la realidad como ese patético maricón vestido para matar en un bar de putísima madre, como si tuviera puesta la máscara de un luchador clase Z o el disfraz de aquel payasito que abucheaban los niños más fuertes, cínicos y groseros de aquella primaria de suéter y recuerdos grises.
El claxon, el claxon, el claxon. ¿Por qué todos tocan el claxon?
De prisa. Un siga y otro Stop. Divagar. Encerrarse o salir. Make a left. Buscar otra opción, traicionar esas fotos de inocencia feliz, de olvidar ese proyecto de vida cada vez más lejano, seducir o no a una negrita de enormes tetas que igual responde al nombre de Brigitte o Waterfall, de cantar “Eu sei que vou te amar” o encender otro cigarrillo, de juntar los 3500 dólares necesarios para ponerle su nombre a una estrella dorada perdida en el piso de una calle que orinan los borrachos y escupen los iracundos adolescentes de la urbe. Tantas cosas.
Stop. Friday, siempre un viernes, con una relativa carga promosocial y una pose electro-pura, con desdicha so true y un afán oportunista por el desenfreno en potencia. Mientras aceleraba, pensó que la sonrisa vertical de Janet Swing vale por mil celibatos consolidados aunque, cosas del destino, perdiera de mala manera al jugar con un game boy que hurtó porque sí de un gran almacén. “Me doy asco” se repite a sí mismo viendo que, justo en ese momento, el auto corre a 100 kilómetros por hora. Speed garage, heroin house, two step, big beat. Recrea el encuentro y sólo recuerda esa frase con aliento stutter. “When you find out, I’m the one”. Eso dijo, confiando en toda la fe acumulada por los años que llevaba coleccionando libros de récords deportivos, pero se equivocó. Martín hundió a todo mundo con carteras vencidas y buenas maneras, con una t-shirt de eslogan brillante «My brain thinks bomb-like”, con un signo de arroba y una confesión obligada antes de dar la última vuelta: “Elévame después”.
Un día del mes en turno, Martín se llevó todo: los discos nuevos y los discos viejos, su ropa y recuerdos, las servilletas de papel, los anuncios y fetiches. Saqueó el rincón de relatos privados, cargó con la agenda electrónica y el celular de Snoopy, con el cartel de la estrella favorita y el banderín de campeones, con el hard drive de influjos techno y las ráfagas de tranquilidad que ahora no resolvían nada. Martín no dejo ni siquiera el olor de su ausencia, un puñado de basura o el humor de una mala broma.
Zero, nothing.
Cuestión de karma, cuestión de oprimir pausa en el momento correcto. Ahora todo es distinto, Martín está encerrado en el auto, con el camino por delante. Escuchando canciones para desayunar melancolía o para terminar algo que nunca empezó. Enclaustrado, enjaulado y sufriendo a distancia los escasos beneficios de invadir espacios prohibidos o el disparar copias de consejos escritos en clave; como un adicto maquinal sin receta médica ni dinero para evitar los efectos del mono corporativo o el charming de malvivir; como si quisiera aprender algo nuevo –un deporte de alto riesgo, por ejemplo- antes de empezar a morir de hastío.
Ahí , en ese paradójico contexto, Martín decide irse para siempre.
Sin embargo, cosa de genes, no puede resistirse al temor que le provocan los drasnos más puros de su intelecto. Detiene casi en seco el auto y, tras meditarlo por un momento, se quita el saco de su hermano y la corbata azul de diseñador boing. Sonríe ampliamente como si supiera una videocámara graba todos sus movimientos. La vida, el aire, los sueños le cambian en un instante: ahora esta dispuesto a salir a jugar como antes.
No hay duda, he’s the star of his Mmmovie.
lunes, 11 de diciembre de 2006
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