Ayer. Tanto caminar, dilucidando una historia en común, preguntando a veces si y a veces no el porque de todo esto que nos hace tan cercanos, esa oportunidad cualquiera para celebrar lo distinto que marca un punto de encuentro, la filosofía malsoñante que nos indica ciertos caminos y que nos descubre algunas claves para entender lo que sabíamos de antemano. Cambio de dirección, una vuelta al camino de la felicidad como colapso total, descubrir casi tardíamente que la vida es algo más que un deseo de adquirir y que eso nada importa. Lo difícil es aceptar lo inevitable, largas diatribas que no llegan a conclusión alguna, el no poder eludir aquello que es tan cierto, contradecir lo que se afirma cuando se mira de reojo y nos gana la risa al momento de registrar todo lo que fuimos, somos y seremos.
Todo queda grabado: nuestra primera vez, el dolor de crecer, el verano en que fuimos estrellas en el derrumbe de nuestros miedos, nuestras risas y ese recurso de emergencia para utilizarse «cuando todo vaya mal», la búsqueda de un empleo que pudiera enlazar nuestras inquietudes más inmediatas, la lectura de la lista de las 100 cosas favoritas, el recuento una infancia terriblemente dichosa, debatiendo entre el deber ser y el placer de lo banal, reencontrándose en cada recorrido por la city, compartiendo el mal y el bien en una taza de café mocha.
Todo estuvo presente: las esperanzas de llegar a ser algo más que sólo una fugaz aparición, una sobremesa bienaventurada, la incapacidad de atrapar lo que ahí sucedía, una demente complicidad y la city como testigo, las pláticas que adivinaban un futuro con distancia de por medio, los anhelos que se guardan para aquel reencuentro de ocasión festiva.
Ahí estuvimos. Imaginando un centro de gravedad permanente que permita romper una que otra regla y quitar los signos de interrogación, que ayude a encontrar las posibilidades de una tendencia natural al error y sonreír al superar el malestar. Improvisando lo que se tiene que hacer, lo que hay que decir, lo que hay que pensar, dándose cuenta que la modernidad es tan frágil y que en los nuevos tiempos no hay porque resentir el vacío. Bebiendo a grandes sorbos la puta idea de bienestar confesional al reactivar un proyecto de comunicación alternativa que no esperamos que se desbordara tan pronto. Inventando personajes que eran iguales a nosotros, escudándonos en palabras y sonrisas zen, diseñando las claves de acceso a un sueño de codependencia que duro más de lo que pensamos debió durar.
Quizá el mejor momento de todo es cuando no ha pasado nada y no se tiene ni siquiera el presentimiento de perder lo que está y lo que se intuye vendrá entre el clima inestable y las noches divertidas cuando las cosas sólo pasan porque sí y porque no y porque tal vez.
Eso no sucederá más. Hoy el «Tú y yo» es un «Nosotros» imposible, cuando todo mensaje enviado es un fracaso que hemos aceptamos de antemano, cuando se extrañan las pláticas y pleitos pero sobre todo las bromas hechas en el perímetro permitido que marcamos una tarde de lluvia. No es tan fácil cuando la cabeza da vueltas persiguiendo a lo de ayer, cuando hablamos en otro idioma que sólo se hace entendible cuando nos quedamos solos y razonamos que la suerte nos abandonó al salir del karaoke, cuando el único camino viable es entrar en la pelea con el riesgo de que en ella acaben contigo tantos momentos y tantas palabras y tantas cosas que no pueden quedarse en un simple recuerdo para traer aquí donde nada existe en esos días en que la nostalgia nos atora con su anzuelo de tristeza o alegre melancolía. Lo demás, aquello que sólo nosotros sabemos que si ocurrió, es comentario para no dormir, una pausa llamada ilusión que puede durar horas, días o meses. Tenemos que ir hacia algo distinto y evitar seguir jugando un juego en el cual nunca supimos inventar las reglas y por eso vamos caminando sobre nuestra historia en común una y otra vez al no entender que quedarse es, cuando esto y aquello no da más, dejar de vivir.
Fue un placer pero ahora, lo sentimos, todos deben irse.
domingo, 10 de diciembre de 2006
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