A David y Billy los conocí en un concierto de rock alternativo. Ahí me contaron que los dos forman parte de un grupo de chicos neofascistas cuyo punto álgido de diversión es el golpear al personal que duerme en las calles del centro de la ciudad. Risueños, ese noche se ufanaron de que casi siempre se orinan sobre ellos y David me confeso sincero: "Lo que más gozo es patearlos hasta que me harto de hacerlo y es jodidamente divertido verlos suplicar piedad con los dientes rotos y la cara ensangrentada". Aquellos infelices, postrados en el frío suelo ni ruido hacían y tan sólo se concentraban en tratar de pensar que el ataque acabaría rápido, y que aquellos otros infelices de crueldad insana se marcharían tras terminar su sesión.
Dudi pertenecía al grupo de las víctimas. Dudi era uno de esos sujetos que el resto de nosotros -los muy correctos y honorables ciudadanos- nunca tomamos en cuenta y que, en el caso de hacerlo, es para señalarlos como aquellos que abandonaron el ideal de vida feliz para refugiarse en un submundo de mierda y escoria en el cual pululan los enfermos terminales y eternos parásitos de final de milenio. Ese submundo emergente que tanto les preocupa a David y Billy, fieles guardianes del buen gusto y la estética clasemediera.
Y bien, estaba claro que a Dudi, aparte de enfrentarse con la cabeza baja a esos neofascistas junior, se le iba la vida peleando con fantasmas imaginarios, vicios reales y piojos incrustados en su cabeza llena de melancolía y culpa. En sus hombros cargaba el dolor de oportunidades rotas, en el rostro se podía ver la impotencia por no encontrar una salida y en el pelo, el infeliz llevaba tatuado el dilema del cielo e infierno; para él todo era un sucio espejismo barato de inconsciencia alcohólica, que disfrazaba en su memoria mientras alteraba una y otra vez su historia de junior enganchado al placer fácil y sobre todo la deuda, su terrible deuda, que lo agoto como persona.
¿Tenía 23, 34 o 45 años? Imposible determinarlo tras esa apariencia sucia y sin cordura, pero no creo que eso importe gran cosa. A veces pienso si Dudi alguna vez tuvo futuro y no creo que ni remotamente él se haya imaginado que terminaría sus días y noches durmiendo en la calle sobre cartones, cubierto de periódicos y comiendo sobras, las malditas sobras de gente sin rostro ni nombre. En San Diego los llaman homeless -gente sin hogar- pero aquí son locos, locos y nada más como sí con eso pudiéramos ponerlos al margen y olvidarnos de ellos, de pasar a su lado y verlos como si fueran la molesta y jodida basura que alguien dejo fuera del bote.
Dudi y todos los demás: barcos a la deriva, personas que existen pero que no cuentan, gente cuya única oportunidad de salir en tele o en los diarios es cuando mogollón de ellos mueren de frío o en uno de esos reportajes anuales en los que los medios de comunicación purifican su conciencia social mostrándonos lo afortunado que somos al no malvivir una miserable vida como ellos: locos del centro, winos de la zona del río, drogatas del Bordo o pandilleros de la periferia y etc.
Pero Dudi tenía una gran personalidad y suya era la esquina de Cuarta y Niños Héroes; esquina para pedir limosna, esquina para gritar sus sueños, esquina para orinar la angustia y esquina para retar con sus diatribas a la miseria que arrojaba su imaginación anestesiada. Paradójicamente, Dudi creía en un ser creador y ocasionalmente olvidaba su locura, o la reafirmaba, para hablar del momento justo de salvación y ¡cómo oraba! como si lo impulsara una fe y una entrega que no he visto en años en los beatos de cualquier iglesia a las que concurro. Se hincaba, miraba al cielo y pedía por el fin del pecado y de la guerra y de la injusticia y de la pobreza y de... tantas cosas que ya no recuerdo. Conmovía con su fervor sincero y algún obrero al pasar, resentido por los horarios y la mala paga, decía agresivo "pinche loco" y él se reía, sabía que era cierto que era un pinche loco al pedir por imposibles, que la paz no se logra con plegarias y que la guerra es, como han dicho tantos, la mejor medida de higiene para limpiar al mundo de gente buena y mala. Yo, siempre tan afecto a los predicadores televisivos, un día grabe su voz en un cassette Sony de treinta minutos; hace poco he vuelto a escuchar la cinta y, lo confieso emocionado, realmente Dudi era bueno en eso.
Un día, camino al trabajo, pase apresurado por su esquina y el me dijo: "¡Hey licenciado! ¿Para qué nos sirve un cáncer en abril? Necesito algo mágico que me arrebate, chutando a izquierda la luz brillante. Qué calor tan intenso y yo, ya no resisto más el tenedor clavado en el culo". Sonreí porque me parecía muy loco que sus frases tuvieran ese tinte poético a lo Lou Reed y le conteste: "Hazlo por nosotros, los eternos culpables de todo". El sólo estiro el brazo para alcanzar un billete de diez pesos que significaba algunas veces piezas de pan y otras tantas, las más, una botellita de tequila para tranquilizar un poco el hambre en el alma.
Al paso de los meses se hizo habitual buscar su sonrisa perdida entre el correr de la gente y el ruido de los coches, entre los uniformes impecables de los niños de las escuelas vecinas y los gritos e insultos de los taxistas en doble fila. Era el espejo azul de lo que no queremos llegar a ser, la señal de advertencia y el riesgo implícito al evadir la pregunta primigenia de quienes somos y a dónde vamos en esta bola de confusión que es el mundo.
Esta bien, ahora ya nada importa, la vida de Dudi es historia y sus diatribas tan sólo un recuerdo que escucho en mi walkman Sony; Dudi murió sobre el cemento desnudo y sin amigos. Dicen que de pena y olvido, que su cuerpo frío olía a mierda y alcohol. Nadie se intereso en su suerte, nadie noto su ausencia en la esquina Cuarta y Niños Héroes, nadie extraño sus gritos y plegarias. Y yo, que lo supe después, comprobé tristemente que gente como Dudi nunca tiene un funeral, no hay obituario en la prensa ni múltiples coronas de flores ni nada que nos recuerde su paso por la vida. A gente como David, Billy y sus amigos tampoco les importo mucho el deceso; en esta ciudad hay tantos personajes como Dudi que ellos siempre encontrarán algún otro con el cual entretenerse.
Ayer pase por esa calle y vi a otro homeless adueñarse de la esquina. Lo escuche hablar y mover su flácido cuerpo como si estuviera furioso por algo. Era obvia la razón de su enojo: nadie le daba dinero. Pobre infeliz, no tiene el carisma ni el talento de Dudi, mi homeless favorito.
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revisión 2004: Por años he recorrido las calles tijuanenses. Conozco de nombre, santo y seña a muchos de los que viven en la calle. Tenía un par de amigos neofascistas. Este relato es el punto de encuentro de esas dos visiones de la vida.
martes, 29 de junio de 2004
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