El tiempo, afirmaba el viejo profesor erudito en metafísica, somos nosotros. No me costo trabajo entenderlo como punto de partida de algo que se había convertido demasiado pronto en tópico de sobremesa. En situaciones así, mi única salida era la abstracción Una vez iniciado el proceso, no importaban ya gran cosa los ruidos –ese sonsonete de la música norteña, sus letras anodinas, el white noise del televisor, los lamentos vecinos, los murmullos inquietantes- o la nula posibilidad de hacer cualquier nimiedad que forma parte de nuestra vida cotidiana. Si bien es cierto que esto no era una salida lógica, al menos ofrecía una posibilidad de desmarcarme de una realidad fracturada por el destino y de asirme a otra mucho más plausible.
En un instante determinado, aquello fue cercano a la transfiguración. Un torrente: lo wi fi, la inercia fiestera de las It Girls, el freno católico al progreso de la clase media, la fatalidad implícita en el underground, los asuntos no resueltos que obligaron a Kakfa a escribirle una carta a su padre, la crítica recurrente a una malograda política internacional, el ecocidio del que ya hablaba Rius en los sixties, el pragmatismo del análisis psico-histórico, una declaración de principios de corte ambivalente, los haircuts imposibles que reciclan lo mejor y lo peor de los 80, las prebendas heredadas de los años de dictadura perfecta, la falta de buen sexo sin amarres ni lástima, eso que explica la soledad sin palabras, una lista de sit-coms televisivas, las personas que nunca se abren, las perversas intenciones de un duopolio omnipresente, la envidia de hombres diminutos y el daño que le hacen a su sistema digestivo. Cosas así de vitales que discutiría en mi bar favorito una vez resuelto este pequeño impasse.
Ahí estaba yo, sedado como paciente a punto de operación, con una presencia determinada por el tiempo de otros. Sin embargo, algo en mí me obligaba a darme cuenta que había perdido el sentido de orientación, un poco de sangre, eso que llaman pomposamente «libertad». Estaba tan fuera de mi zona de confort que aun, vaya cosa, mi habitual calentura se apago en un tris. Es penoso ver como se desintegra la personalidad de alguien y que su dispersión se torna irremediable. Por eso, el no ver/sentir la tragedia propia es legítimo, algo que se agradecía. Ya no pertenecía a mi tiempo, estaba inmerso en esa extraña sensación de lejanía (de todo: el ruido, los sentidos, un ideal de tercera mano, el esfuerzo fantasmático y sus lazos familiares, las cadenas de e-mails, la brisa matinal, las campañas en pro de la honestidad,). Algo así era tan triste como la dialéctica aplicada a cuestiones baladíes que lo único que aplica es continuar y dar el tipo. La ceguera emocional evitaba que observara de frente la crueldad en su presentación más (in)humana.
Ante ese estado de indefensión, mi autismo actuaba como práctico salvavidas. Lidiar conmigo era too much hasta para la gente acostumbrada a hacer lo que se tiene que hacer. Con el riesgo de ser enteipado y abandonado en cualquier sitio o incrementar esa estadística sangrienta de cabezas cercenadas que incita al miedo ciudadano recordaba, cosas de la narrativa, como se fraguó el desenlace de una historia particular entretejida por el devenir nacional y la lucha de contrarios (ese eco marxista que no termina por diluirse). La posibilidad de terminar siendo el encabezado principal o una nota perdida en las páginas interiores se reducía a una cuestión de humor de aquellos que, al quebrantar de golpe toda disposición de convivencia social, trabajaban bajo un esquema de superioridad impuesta. No más lamentos, tiempo de escapar.
Yo, sin saberlo, quería desligarme de un vacío del que todos hablan, de la anomia como paradoja del mercado de valores, de una discusión apática ante lo estúpido e innecesario del espectáculo, del déficit que se intenta cubrir con una póliza de embute y fantasía, de la enorme capa de abstencionismo que sacudía un sistema que se devoraba a sí mismo. Esto, pensaba mientras corría, ha sido un fragmento de una (mala) película que, tras acabarse, sería una foot note en una historia de alcance mayor. Por eso ante la pregunta recurrente de “¿en dónde te habías metido, Higelin?”, contesto con un simple “Por ahí, ya regresé a la vida social.”
“Damn yeah!, I just came back”, agrego con mi usual desenfado y sigo de frente pensando en el ahora. El tiempo sigue siendo tan nuestro como esos minutos en los que deseamos no ser uno más en la lista de los amparos por consignar, las horas muertas en que desconocemos a donde nos dirigimos, esos tres días en los que nuestra voluntad estuvo a la deriva como en el último partido que jugamos en las canchas del Y.M.C.A. local, aquel frustrado weekend con una chica llamada La'porshe cuya risa corporal nos rejuvenecía sin motivo, el largo verano del que hablan decenas de canciones o la libertad tras un secuestro que nunca se notifico.
miércoles, 30 de mayo de 2007
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