Alguna vez esto fue todo para mí. Sin ser nostálgico, dejo atrás la culpabilidad sin ritmo y los ensayos de una vida acomodaticia que no recuperará la intensidad interactiva de nuestra euforia inicial.
Sí, la primera vez. ¿Recuerdas? Tú y yo sentados en el sofá. La curiosa habitación roja que ahora mismo intentas olvidar. Yo recuerdo bien ese día: Tus polaroids de chica (in)feliz sobre el buró, mis trece años en un puño y una canción de Blondie que nos uniría en una mala copia de los pasitos new wave que veíamos juntos cada sábado en American Bandstand.
Your hair is beautiful tonight, dije.
Memories can´t wait, contestaste.
No hay secretos en este juego. Todo es tan sencillo, decías. Disparar a quemarropa y desplegarse hacia otra dirección con el orgullo adolescente intacto. Cuestión de apuntar el cañón y acertar. Espera, ya casi lo tengo. Tú y tu abrazo calamar. Los errores de novato y tu risa pequeñita. Sí, esto no era Lemon Popsicle.
Dos vidas, otro intento cangrejo.
Tú eres quien falla, no yo.
Amar lo extraño que parece cercano, la tensión sexual que provoca esa conexión de chico y chica en los suburbios de una city cualquiera. Woo-hah! Got them all in check! Soy un héroe, el botón que dispara tus insultos mata-marcianos. Tras un golpe de suerte, la posibilidad del hi-score por la caída exponencial de esos enemigos alienígenas que, en su concepción original, eran tan parecidos a nosotros. Matar o morir, aprender a esquivar y engañar como si viviéramos en Shibuya 1980.
Una vida, last chance to score (again).
Estéreos y alarmas, pulso infame en el sector inferior de nuestra relación. Nuestra vida monocromática ya no daba para más, yo intuía la próxima derrota, sin escudos cósmicos que nos defendieran de la rutina que arruina y que nos convierte en polvo en medio del ruido. Maldita monotonía de 8 bits y bleeps.
Adiós a la partida perfecta. Ya no éramos los mismos, en nuestras manos se podían observar los estigmas de la diversión y nuestra mente pugnaba a destiempo más concentración, horas de dedicación, algo de empeño para lograr establecer un nombre y un puntaje en el top de un corazón manipulador.
¿Transfiguración o madurez? No lo sé, si quería salvar lo nuestro tendría que cambiar de estrategia, entender la lógica de tu evolución, creer en cualquier otra cosa. No lo logré, eras tan absorbente como un pulpo que ni desmaterializar el ovni rojo me salvaría de años de depresión. Desconsolado, tras tu partida, tiré la consola.
Ahora, muchos años después, vuelvo a jugar en línea Space Invaders e intento disfrutar la experiencia con cierto abandono. Ni modo, la vída sigue siendo injusta: casi siempre obtengo como resultado un “Game over. Insert another coin”.
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Este relato apareció en la revista El Perro
sábado, 20 de junio de 2009
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